POST: John M. Greer –"Retrotopía: la vista desde una ventana en movimiento"

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POST: John M. Greer –"Retrotopía: la vista desde una ventana en movimiento"

Demóstenes Logógrafo
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02 septiembre 2015

http://thearchdruidreport.blogspot.com.es/2015/09/retrotopia-view-from-moving-window.html

Esta es la segunda entrega de la exploración de uno de los posibles futuros discutidos en este blog, utilizando la caja de herramientas de la ficción narrativa. Los lectores que no hayan seguido “El reporte del Archidruida” durante mucho tiempo podrían encontrar útil recordar que no todo lo que vea por el camino tiene una sencilla explicación.

**********

Desde la ventana de mi lado, la estación de Steubenville parecía salida de una vieja película de Bogart. El andén más cercano al tren en el que viajaba estaba lleno de gente vestida con ropas pasadas de moda. La mayoría de ellos llevaban largos impermeables que no parecían en absoluto de bioplástico, y todos los hombres y muchas de las mujeres llevaban sombrero. Encima había un tejado de cristal y forja que me recordaba irresistiblemente la era victoriana, y que permitía bañar todo en la luz del día. La cosa más extraña, sin embargo, es que no vi tropas de seguridad en ningún sitio. Al otro lado de la frontera, en cualquier lugar en el que se pudiera ver tanta gente habría, al menos, un escuadrón con camuflaje digital y chalecos antibalas, apuntando ostentosamente con sus armas de asalto a la acera. Recoré los guardias de la frontera, con sus carpetas portapapeles, sus revólveres en la cartuchera y sus uniformes pasados de moda, y me pregunté cómo pudo la república de Lakeland ir adelante con semejante tipo de falta de cuidado.

El tren finalmente paró y las puertas se abrieron. El revisor nos había avisado de que mucha gente embarcaría, y no bromeaba: se necesitaron más de cinco minutos de cola para que todo el mundo entrase en el vagón en el que estaba sentado, y para cuando terminaron prácticamente todos los asientos estaban ocupados. El asiento de pasillo al lado del mío no era uno de los vacíos; una familia con tres niños se acomodó justo a mi lado, un niño cerca de la madre, el segundo junto al padre, y la mamá vino a preguntarme si me importaría llevar al mayor de los niños sentado a mi lado. Asentí y contesté “claro”, y un chico de tal vez diez años se dejó caer en el asiento. “Cuida tus modales” le dijo la mujer, y él puso los ojos en blanco, suspiró ruidosamente y dijo “sí, mamá”.

No parecía demasiado prometedor, pero llevaba un libro con él, y tan pronto como se hubo sentado, lo abrió y no hizo ningún otro ruido. Me sentí lo suficientemente intrigado para echarle una ojeada al libro; se titulaba “La isla del Tesoro”, y estaba escrito por alguien de quien nunca había oído hablar, llamado Robert Louis Stevenson; tomé nota mental de buscar el nombre y ver si se trataba de alguien nuevo a quien debiera echar un ojo. Tampoco es que fuera el único chaval que estuviera haciendo algo en silencio. A tres filas de distancia había una chica una chica con un vestido de estampado azul y cofia que también leía algo, y detrás de mí, los dos chicos de la familia inmigrante lo miraban todo y no decían una palabra, aunque no parecían tan asustados como cuando embarcaron.

Un par de buenas sacudidas zarandearon el vagón. Un momento más tarde, oí la voz del revisor fuera gritando “Última llamada para el tren veinte a Toledo por Cantón y Sandusky ¡Todos a bordo!”. Las puertas se cerraron, la locomotora hizo sonar el silbato y con una nueva sacudida el tren inició de nuevo la marcha.

La estación quedó atrás, y tuve una vista a nivel de calle de media docena de manzanas del centro de la ciudad de Steubenville. La sensación de haber aterrizado en el decorado de una vieja película de Bogart se hizo más fuerte. A juzgar por el par de relojes que pasaron frente al tren -mi veepad todavía seguía mostrándome un campo negro y las palabras “no hay señal”- era justo la hora punta de la mañana, pero no había ni un sólo coche en ningún sitio; las aceras estaban llenas de gente, y un par de tranvías pasaron con sus campanas sonando y teniendo espacio únicamente para ir de pie. El tren ganó velocidad y dejó atrás el centro de la ciudad, pero más allá era más de lo mismo: calles llenas de cómodas casas y edificios de apartamentos, con gente caminando al trabajo o esperando en las paradas de los tranvías.

Más allá las casas se dispersaron, y grandes huertos brotaron por todas partes, con los últimos cultivos de otoño separados por rastrojos y tierra marrón. Un poco más lejos, y Steubenville se mezcló con el mismo tipo de granjas que había visto poco después de que el tren entrara en la república de Lakeland. Las casas y los establos parecían bien cuidados, los molinos de viento giraban y los paneles calentadores de agua de los tejados absorbían cuanta luz del sol se filtraba a través de los claros de las nubes, y las carreteras que vi no estaban pavimentadas pero estaban cubiertas de gravilla fresca.

Algo más allá, y el tren rebasó a una cuadrilla de trabajo en uno de los campos. No era nada sorprendente -al otro lado de la frontera se podían ver cuerdas de presos trabajando en las granjas colectivas todo el tiempo- pero estos no tenían el encorvamiento y mínimo esfuerzo posible en el movimiento que se puede ver en los presos convictos. Trabajaban a su manera por el campo, desenterrando nabos tan enérgicamente como si lo que quisieran fuera estar allí, y otros venían detrás, igual de metódicamente y se llevaban los nabos en cestos de un bushel [NdT: 1 bushel = 1 fanega, aprox. 55 litros], y fue entonces, al ver a dónde llevaban los nabos, que me quedé boquiabierto.

Justo al final del campo había un carro con dos caballos de tiro enganchados. Me pregunté por un momento si ésta era una granja Amish -tenemos Amish en nuestro país, apenas unos pocos de ellos en lo que era el estado de Pensilvania antes de la Partición, y están entre los pocos que se las arreglaron realmente bien en la posguerra- pero el carro había sido pintado con colores que, a pesar de estar descoloridos, habían sido claramente brillantes. La gente de la cuadrilla no estaban vestidos con ningún tipo de vestimenta Amish que yo hubiera visto nunca, tampoco. Sacudí la cabeza mientras la cuadrilla y el carro quedaban fuera de mi vista detrás del tren, preguntándome qué extraña clase de lugar estaba visitando. ¡Estábamos en el siglo veintiuno, después de todo, no en el diecinueve!

Y así fue todo el camino a Canton - o, para ser más preciso, con algunas variaciones sobre el mismo tema de tecnología pasada de moda y uso ineficiente de la tierra. Todas las granjas eran absurdamente pequeñas, cien o doscientos acres divididos en una especie de de cultivos mixtos que la agricultura moderna descartó más de un siglo atrás, y no pude ver ninguna traza de maquinaria agrícola moderna: ni drones cosechadores, ni sistemas de inyección de nitrógeno, ni megacosechadoras de cuádruple ancho, nada. Lo que veía me desconcertaba, más que nada porque allí las cosas parecían hechas sin ton ni son. En un lugar había visto camiones conducidos por caminos pavimentados y tractores en los campos, y veinte o treinta millas más lejos había caballos y carros haciendo el mismo trabajo.

El tren pasó por no sé cuántas pequeñas ciudades y todas parecían funcionar igual: en una podía ver calles pavimentadas y pocos coches y camiones, en la siguiente las calles estaban pavimentadas con adoquines y los tranvías compartían espacio con carros de caballos y había algunas que tenían calles adoquinadas y no tenían ningún tranvía. Lo que me desconcertaba más, sin embargo, fue que todas las ciudades, y prácticamente todas las granjas, parecían ser prósperas. Cada retazo de teoría que aprendí en la escuela de negocios discutía que las pequeñas ciudades, como las pequeñas granjas, eran desesperadamente ineficientes y no podrían mantenerse a sí mismas en la economía moderna. Durante el viaje había supuesto que debía haber algún tipo de subsidio involucrado, pero estando tan adentro del territorio de la república de Lakeland la explicación no encajaba. Busqué mi veepad para tomar una nota mientras reflexionaba, recordé tan pronto la saqué del bolsillo que no tenía señal, y volví a guardar, sintiendo un arranque de enfado por la ausencia de metanet.

Llegamos a Canton un poco antes de lo planeado, o eso anunció alegremente el revisor, y paramos en el intercambiador este de la ciudad para dejar algunos vagones de carga, tomar otros, y añadir tres vagones de pasajeros y un vagón restaurante al final del tren. Fue rápido, aunque supuso muchos golpes y sacudidas, y en poco tiempo estuvimos rodando dentro de la ciudad. Canton era una ciudad bastante grande; de acuerdo con lo que había leído mientras preparaba el viaje, estaba llena de fábricas hasta que la deslocalización de finales del siglo XX acabó con la capacidad industrial de los Estados Unidos y dejó a la nación a merced de potencias rivales. Había visto las moles destripadas de las viejas fábricas en las afueras de Pittsburgh y de una docena de otras ciudades en nuestro lado de la frontera, y había asumido que vería lo mismo aquí.

No lo vi. Lo que vi en lugar de eso, mientras el tren se adentraba en los distritos exteriores de Canton, fue lo que parecía mucho más almacenes y fábricas en activo. No había demasiadas chimeneas, pero los edificios tenían capas de pintura reciente, vagones de carga siendo aparcados con ayuda de máquinas de intercambio, y una mezcla de camiones y grandes carruajes de caballos moviéndose pesadamente por las calles. Más aún, el tren pasó por el mismo tipo de mezcla de edificios de oficinas, bloques de apartamentos y almacenes que había visto en Steubenville, y entonces frenamos y paramos en la estación de Canton.

Todo esto me había recordado nuevamente a las películas de Bogart. Desde mi ventana podía ver al menos ocho andenes a un lado del tren en el que viajaba, y a través de la ventanilla del otro lado estaba bastante seguro de poder ver dos más. Las señales en los andenes mostraban destinos por toda la república de Lakeland - Morgantown, Bowling Green, Cairo, Madison, Sault Ste. Marie- y el lugar bullía de pasajeros buscando tal o cuál tren. Algunos de los pasajeros de mi vagón tomaron su equipaje y salieron a la multitud, y otros subieron a bordo, guardaron sus equipajes y se sentaron; y los más raro de todo fue que todo el mundo parecía perfectamente cómodo de hacerlo sin tropas de seguridad para protegerles o tecnologías modernas que cuidasen de sus necesidades.

El tren siguió su camino finalmente, y logré nuevas vistas de Canton mientras las vías seguían su camino al noroeste a través de la ciudad. Para cuando las casas empezaron a dispersarse y los huertos se volvieron más grandes, el revisor entró por la puerta y dijo “Damas y caballeros, ha comenzado el servicio de desayuno en el vagón restaurante, y dado que muchos de los viajeros de este vagón han venido con nosotros desde Pittsburgh, ustedes irán primero. Si les parece bien, sólo tienen que desplazarse cuatro vagones y el personal del vagón restaurante estará encantado de servirles.

Prácticamente todos en el vagón se levantaron y salieron por la puerta. Yo no lo hice. Soy de esas personas que no desayunan; si tomo algo antes del almuerzo, acabo con problemas de estómago. El chico de mi lado fue con su familia, y la madre de la familia inmigrante llevó a sus hijos al vagón restaurante justo detrás. El padre, sin embargo, no los siguió. Tras unos pocos minutos estábamos casi solos en el vagón.

Me volví en el asiento, le mostré lo que esperaba que fuera una sonrisa amistosa. “¿Nada de desayuno?”

“Demasiado nervioso” dijo sonriendo “Si tomo algo ahora tendré problemas con el estómago”

Asentí. “No pude evitar oír al guardia de frontera decir que estaban ustedes inmigrando. Suena bastante drástico. Si no le importa que le pregunte ¿qué les hizo tomar esa decisión?”

Su sonrisa se desvaneció, siendo reemplazada por un aire desconfiado “mi esposa tiene familia en Ann Arbor”, dijo. “Ellos se han responsabilizado de nosotros, y conseguí una oferta de trabajo cuando los visitamos este verano. Parece un buen cambio”

“¿Aun cuando tengan que renunciar a toda tecnología moderna?”

El aire desconfiado dio paso a algo más incómodo, casi desprecio “¿Tecnología?¿cómo cuál?”

“Bueno, veepads y metanet, para empezar”

Llegados a este punto, decididamente era desprecio “Una gran pérdida. No puedo permitirme ninguno de esos trastos, en cualquier caso”

“¿Por qué no? Tiene tantas oportunidades como cualquiera. Trabajo duro, y”

Su expresión dijo “lo que tú quieras” más claramente que las palabras, y se volvió hacia la ventana.

“No, “ dije “de veras. Quiero entenderlo”

Se volvió hacia mí “¿Sí? ¿Oyó a mi mujer empezar a llorar en la frontera, una vez revisaron nuestros papeles?” Asentí y continuó “¿Sabe por qué empezó a llorar? Porque ha tenido que estar trabajando en tres trabajos distintos, más de sesenta horas a la semana, para poder mantener un techo sobre nuestras cabezas y comida en la mesa - y antes de que empiece a pensar cualquier tontería, señor, yo he estado trabajando más horas que ella desde antes de que nos casáramos. Esta es la primera vez que ha tenido algo por delante salvo ese tipo de futuro o algo peor para el resto de su vida, hasta que uno de nosotros esté demasiado enfermo para trabajar y nos veamos en la calle o en los suburbios.

“¿Y piensa que aquí estarán mucho mejor?”

Me miró desconcertado y me lanzó una corta y dura sonrisa “Usted no ha estado aquí antes”

“No, no he estado”

“Entonces abra los ojos y eche una buena mirada a su alrededor” Se giró nuevamente y supe que era mejor no tratar de continuar con la conversación.

El paisaje iba pasando. Estábamos nuevamente en tierra de granjas, el mismo paisaje de patchwork de pequeñas granjas y pequeñas ciudades, con las mismas extrañas incongruencias entre un lugar y otro. Estaba poniendo más atención esta vez, por eso percibí ciertas diferencias: carreteras pavimentadas, carreteras de gravilla y carreteras de tierra; en algunos lugares tranvías y trenes de cercanías, y ninguno de ellos en otros; ciudades que tenían alumbrado y otras que no. En un punto al oeste de Canton, mientras el tren traqueteaba sobre un puente, eché una mirada abajo como dios manda, y había barcazas recorriendo el canal en ambos sentidos, cada una remolcada por cables tirados por mulas como si fuera doscientos años antes y el canal del Erie todavía estuviera en funcionamiento.

Con mi veepad fuera de servicio no tenía nada más que hacer que mirar el paisaje que pasaba. La gente que había ido a desayunar fueron regresando poco después con un ritmo de goteo lento, pocos cada vez, y la conversación que había tenido con el inmigrante se repetía una y otra vez en mi mente. Por supuesto, entendía perfectamente que las cosas eran bastante duras para los pobres allá en casa, y las estadísticas vomitadas cada cuarto de hora mostraban un firme crecimiento económico no eran más que maniobras de relaciones públicas - había habido una modesta mejora después de que se firmara el tratado de Richmond y las últimas fronteras cerradas entre las repúblicas de Norteamérica se abrieran, pero las consecuencias de la Segunda Guerra Civil y la crisis de deuda que siguió pesaban todavía duramente sobre todos.

Pero una cosa es tener una idea más o menos abstracta de que los tiempos son duros, y otra distinta oír la voz de alguien que ha estado en el lado perdedor de la economía toda su vida. Empecé a buscar mi veepad para buscar estadísticas honestas sobre el mercado de trabajo allá en casa -no era fácil encontrarlas si no tenías contactos, pero eso no era un problema para mí- y me detuve justo antes de alcanzar el bolsillo. ¿Qué hacía la gente de la república de Lakeland, me pregunté irritado, cuando quieren tomar nota de algo o buscar algún dato?

Miré por la ventana y, tras un rato - el tren había recorrido la mayor parte del camino a Sandusky para entonces- me percaté de algo que hacía el extraño patrón de viejas tecnologías en el paisaje un poco más claro y un mucho más desconcertante. El tren había frenado un poco y cruzado una carretera en un ángulo. La carretera estaba pavimentada en un lado, pero era de tierra en el otro; pude ver tractores a media distancia a la izquierda, donde empezaba la carretera pavimentada, y caballos de tiro cerca a la derecha. Donde comenzaba el pavimento había una señal en la que se leía “Bienvenidos al condado de Huron”.

Eso me hizo pensar en el paisaje que habíamos cruzado desde la frontera, y sí, los saltos entre un tipo de tecnología y otro parecían algo así como de la longitud de condados. Eso me hizo sacudir la cabeza ¿Estaba la república de Lakeland dividiendo de algún modo la disponibilidad de tecnologías por condados y por eso había condados con el equivalente de infraestructuras del siglo veinte, mientras otros seguían atascados en equivalentes del siglo diecinueve? Sonaba como un suicidio político, salvo que la república de Lakeland fuera mucho más autocrática de lo que los informes que había leído la hacían parecer. Aparte, claro, estaba el hecho de que las granjas y pueblos en los condados decimonónicos parecían tan prósperos, tomándolo todo en cuenta, como sus equivalentes en los condados del siglo veinte, lo que no tenía ningún sentido en absoluto. Los granjeros con más tecnología deberían producir más que los otros, a un coste menor, y deberían echarlos del negocio en un santiamén.

El condado de Huron fue pasando por la ventana. La tierra de granjas salpicada con pequeñas ciudades dejó paso a una ciudad de mediano tamaño, que supuse que era la sede del condado, y después a granjas y pequeñas ciudades de nuevo. Después de un rato, el revisor entró por la puerta y gritó “próxima parada, Sandusky”. Pocos minutos más tarde, el tren giró una amplia curva a la izquierda y recorrió la orilla de lago Erie. Allá en la distancia, en un escarpado ángulo más adelante, los edificios de Sandusky podían verse levantándose sobre la llana línea del paisaje, pero eso no fue lo que captó y retuvo mi atención.

Más o menos a un cuarto de milla de la orilla había una gran goleta con tres mástiles, velas blancas al viento. No era el yate de lujo de nadie, eso seguro; de proa a popa, cada pulgada parecía ser de un barco de trabajo. Por la dirección que llevaba supuse que debía de hacer poco tiempo que había dejado el puerto de Sandusky, y se dirigía hacia el este, hacia las esclusas alrededor de las cataratas de Niágara o posiblemente hacia Erie o Búfalo - desde el tratado de Richmond, según sé, hemos estado importando productos agrícolas de la república de Lakeland, sin embargo nunca me había molestado en buscar cómo llegan hasta nosotros. Me senté allí y miré el barco mientras se dejaba ir, preguntándome por qué no habían hecho lo obvio y confiado sus embarques a modernos cargueros en su lugar. ¿Qué clase de extrañas cosas habían estado sucediendo durante los años en que la república de Lakeland había estado cerrada tras sus fronteras?
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Re: POST: John M. Greer –"Retropía: la vista desde una ventana en movimiento"

Abadín
Muchas gracias por el esfuerzo, Demóstenes.
Seguiremos la continuación, que el relato tiene muy buena pinta.

Y sí, no siempre la actividad más intensiva en recursos logra los mejores rendimientos.

Saludos.
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Re: POST: John M. Greer –"Retropía: la vista desde una ventana en movimiento"

Kanbei
Humm, ... la República de Lakeland guarda algún secreto.
Saludos;)
Querido lector, si caíste por casualidad en este foro ya es demasiado tarde. No te molestes en entender el pico del petróleo, a partir de ahora podrás grabar con tu móvil secuencias terriblemente bellas de la Tercera Guerra Mundial. Sonríe!
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Re: POST: John M. Greer –"Retrotopía: la vista desde una ventana en movimiento"

pablo de argentina
En respuesta a este mensaje publicado por Demóstenes Logógrafo
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El autor ha borrado este mensaje.
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Re: POST: John M. Greer –"Retrotopía: la vista desde una ventana en movimiento"

Bihor
En respuesta a este mensaje publicado por Demóstenes Logógrafo
Muchas gracias Demóstenes por estas dos papelinas para este yonki .
Regla de oro: trata a los demás como querrías que te trataran a ti