Este es un email que envíe a una persona entendida en esto, analizando los errores de base del darwinismo y proponiendo una alternativa, aunque sea de forma inicial y precaria (recuerdo que no soy biólogo, sino aprendiz de filósofo)
Se dice que la Selección Natural es el principio que guía la evolución, y está basado en la competencia entre los seres vivos, en la cual solo sobreviven los más aptos. Con el paso del tiempo, y las críticas que ese axioma de la biología recibió de parte de muchos naturalistas como Piotr Kropotkin en su libro "El apoyo mutuo", que he leído y puedo dar fe de que es coherente y aporta muchos datos y ejemplos tanto de la Historia y etología humana como del resto de seres vivos, se aceptó, reculando los biólogos darwinistas, que en la SN puede haber cooperación si esta es egoísta, es decir, ganan ambas partes recursos para seguir en esa lucha por la supervivencia. Además, según los darwinistas, la SN es extremadamente eficiente, si por ejemplo algún apéndice deja de tener sentido, acaba por ser eliminado (por ejemplo, la cola en los ancestros de los seres humanos), y en ella a largo plazo no puede haber ningún error que contradiga su lógica, porque los seres que cometen estos errores son barridos en la lucha por la supervivencia. Corrígeme si me equivoco. Y a uno, le chirrían bastante estas ideas, porque realmente no encajan con la realidad, ni con el comportamiento humano ni con la lógica que sigue la Naturaleza. Si la cooperación solo puede ser con fines egoístas, y no estamos hechos para "derrochar" recursos de forma altruista sin esperar nada a cambio, no se explica porque cuidamos a nuestros minusválidos o enfermos terminales, si estos difícilmente podrán reproducirse y perpetuar nuestros genes o los de la "tribu", y tampoco podrán aportar nada a cambio, siendo recursos derrochados, según los darwinistas, de forma antinatural. De igual forma sucede con los árboles. Un roble, cuando pierde las hojas, no tiene mecanismos para que estas queden solo para abonar y mantener la humedad propia o la de sus descendientes, de hecho por el viento y la inclinación del terreno puede llegar a un terreno más bajo donde haya otra especie, sea encina o un campo de cultivo humano. Y aún así, esa lógica en los bosques en la que permanece, el altruismo intra e interespecífico, desde hace cientos de miles de años. Esto lleva a pensar que el darwinismo, como llevo yo sospechando algunos meses, hace el proceso contrario al Método Científico. Primero busca una teoría que encaje con lo preconcebido y luego, pruebas que lo sustenten. De hecho, hay indicios de que el propio Darwin no sacó nada en claro en su viaje en el Beagle, y tuvo que formar sus ideas a partir de pensadores y filósofos que defendían el modelo social competitivo y despiadado de la ciudad industrial inglesa en el SXIX como Spencer, o Malthus. "Igualmente los ensayos de Thomas Malthus sobre la población y los recursos, describían, como ley natural, el inevitable crecimiento exponencial de las poblaciones de los pobres (por su intrínseca depravación), de tal manera que la escasez y el hambre serían el único freno al crecimiento de las poblaciones humanas, y era la misión de las autoridades evitar ese crecimiento destructivo dejando que la naturaleza siguiera su curso (re-equilibrio poblacional por hambrunas, como la de Irlanda). Así, la "ciencia" económica (o ciencia lúgubre como la llamó Carlyle) de David Ricardo, o incluso de Marx, está basado en esta misma consideración del ser humano al nivel de una bacteria en una placa de Petri, firmemente determinado por "leyes naturales" que describen su inevitable y negro devenir Igualmente Herbert Spencer, incluso antes que Darwin, ya sostenía la idea de la "supervivencia de los mejor adaptados" como ley natural, y por tanto, las "leyes de pobres", la negación de la ayuda y la caridad, tenían una base "científica". Ni que decir tiene que todas estas ideas habían tomado un carácter "científico" porque era ahora el "lenguaje" de moda, como antes era el lenguaje religioso de la Predestinación que obligaba a los "justos" a ser implacables con los "condenados", siendo el éxito, en último término, sólo una manifestación de las preferencias divinas Las ideas de Darwin, dejando de lado que contradicen la literalidad de la Biblia, fueron muy bien recibidas, pues eran una prueba más de lo correcto de la visión de la vida como una lucha implacable de todos contra todos, revelaba una "verdad" científica que hacía de la lucha, de la competencia, la única forma de evolución posible, un mundo de "garras y dientes ensangrentados" que ya había sido descrito por Hobbes al nivel humano, y que sancionaba Darwin al nivel de toda la Creación La "mejora" de las especies sólo podía provenir del triunfo letal de los "mejores" sobre los "peores", esto no sólo revelaba lo que el Predestinacionismo afirmaba, sino que era una "verdad" científica incontrovertible, que además era de aplicación al resto de las ciencias, ya que en todos los ámbitos de la vida hay aspectos "evolutivos" implicados (por ejemplo en la economía, las relaciones sociales, etc...) Al final hemos de completar la idea Weberiana de que la ética protestante fue un acicate al desarrollo del capitalismo, con la idea de que la ética protestante, y su idea subyacente de determinismo, fue un acicate al desarrollo de la ciencia, pero una ciencia con un enfoque particular sobre la realidad, que incluye en su forma básica, una idea de Predestinación del Ser Humano al conocimiento total, entendido como "conquista", y su uso como medio de dominio absoluto sobre la Naturaleza y, también hay que decirlo, de los "elegidos" sobre el resto de los hombres Read more: http://dfc-economiahistoria.blogspot.com/2013/03/el-cambio-del-paradigma-cientifico.html#ixzz3tftVJXqJ" Sabiendo esto, lo lógico es intentar encontrar otro principio que resuma la lógica con la que actúa la Naturaleza. Y leyendo a James Lovelock en "Las Edades de Gaia" y a Carlos de Castro en "Teoría Gaia Orgánica" (aquí se puede comprar en papel o descargar gratis en ebook http://www.bubok.es/libros/199109/Teoria-Gaia-Organica), y tomando por cierto el axioma de que la Naturaleza en sí es un organismo de tamaño gigantesco y que todo, al final, debe vasallaje al interés general de ese mega-organismo, se podrían enumerar las premisas necesarias para su existencia. Una de ellas estaría clara: 1) Nada sobrevive a la presión evolutiva si no ayuda a crear Vida de la forma más eficiente posible. El saber bajo qué normas se comporta la Naturaleza sería algo más del campo de la Teoría de Juegos (de la que solo tengo una vaga idea), pero una aproximación pude servir para refutar el darwinismo. Si tomamos como referencia el bosque, está claro. Un bosque de robles crea fertilidad para otras especies, atrae mucha lluvia y alimenta con las bellotas a un gran número de animales. En cambio, uno de pino carrasco, desertiza y acidifica el terreno, siendo en él prácticamente inexistente el monte bajo por la acidez de la pinaza, y atrayendo constantemente incendios. Si todo el país estuviese cubierto por pino y no hubiese intervención humana, a la larga como este "acapara" todo el suelo para él, se volvería un desierto a causa de los constantes incendios y de las pocas lluvias, lluvias que antes eran atraídas por los robles. De esta manera, el país se volvería un desierto sin vida y la supervivencia del más apto y no del más altruista hubiese arrasado con todas las especies, cosa que no pasa con el bosque de robles. Esta premisa, a parte del altruismo, incluye el concepto de eficiencia. No podemos pensar en poner una planta selvática en los bosques de la tundra siberiana para que, mediante el altruismo, cree Vida. Eso sería ingenuo. Sino que la presión evolutiva hará que sobrevivan los que creen la máxima cantidad de Vida y mejoren las condiciones del medio para esta (como con los robles y la lluvia) aprovechando de la forma más eficiente los recursos disponibles. No puedes poner un árbol hecho para aprovechar agua abundante y temperatura alta y desarrollarse al máximo con eso, en un lugar donde la temperatura no sea tan alta y haya que gestionar esa variable mejor. No puedes, tampoco poner un árbol pensado para medios extremos en un lugar donde el mejor método de crear Vida, como en la selva, es adaptarse a la abundancia y desarrollarse lo más rápido posible. Este sistema de autorregulación y de evolución basado en la premisa nº1 se puede entender mejor con la cooperación desinteresada de las margaritas blancas y negras en Daisyworld, modelo propuesto por J. Lovelock. 2) Sólo muere el que es menos apto. Esta segunda premisa necesaria para el funcionamiento de la Naturaleza se parece a "sólo sobrevive el más apto", pero en realidad es lo opuesto. En lo primero, sobreviven todos excepto los que es imposible salvar, mientras que en la segunda afirmación solo sobreviven los que tienen todos los requisitos necesarios para hacerlo. Un ejemplo en los seres humanos es la existencia de hospitales, que permiten que los que no son los más aptos, porque han sido débiles y han enfermado, sobreviven y solo mueran aquellos que son un caso perdido. Si solo sobreviviesen los más aptos, ¿cómo sobreviviría un bebé solo? Es uno de los seres humanos más débiles y se le procura atención, sin esperar contrapartida en recursos. Unos podrían decir que se les cuida porque es la propia descendencia, pero si la Selección Natural es tan y tan eficiente debería eliminar la crianza mamífera y hacer que las crías naciesen preparadas, sin necesitar ayuda desinteresada por parte de sus padres, que pierden multitud de recursos que podrían utilizar en criar de forma masiva como las moscas o en asegurarse el propio sustento. Que naciesen y ya fuesen capaces de esconderse de depredadores y encontrar comida. Pero esto no es así, sino que en el caso de la crianza, hay evolución convergente en muchísimas especies, que apuestan por cuidar sus crías. E incluso, contra más complejo es un ser vivo, más se despega de su elemento "genético" y se acerca más al principio de la creación de Vida, porque en muchas especies, incluyendo los seres humanos, a las crías adoptadas, las que no comparten herencia genética, se las cuida igual que a las que sí. Llegados a este punto, me gustaría saber si estoy en lo cierto o no. Porque si estoy en lo cierto, como filósofo en prácticas, me surgen multitud de preguntas de lo más inquitantes sobre el sentido de la Vida y su situación en el Universo. Se me había olvidado la tercera premisa: 3) El individuo se debe a la supervivencia de la propia especie como a la de la Vida en general, primando la segunda sobre la primera. Esto establece una jerarquía. Un salmón debe escapar del oso que se lo intenta comer para mantener la especie, pero deben morir los suficientes salmones para que todo el entramado se mantenga en equilibrio. Un salmón, además, no puede pretender vivir eternamente, porque enlentecería los procesos evolutivos que hacen que la especie pueda adaptarse al cambio con el relevo generacional, de forma parecida a nuestras células. Las células de los músculos, por ejemplo, deben procurar mantenerse vivas, pero se sacrificarán en un desgarro muscular producido por la huida a la carrera de un depredador que podría comerse al organismo del que forman parte. Además, no pueden intentar vivir eternamente y a la vez reproducirse, porque se reproducirían de forma descontrolada. Las tres premisas para el desarrollo de la Vida que propongo serían, entonces: 1) Nada sobrevive a la presión evolutiva si no ayuda a crear Vida de la forma más eficiente posible. 2) Sólo muere el que es menos apto. 3) El individuo se debe a la supervivencia de la propia especie como a la de la Vida en general, primando la segunda sobre la primera. ¿Qué opinas? Os propongo que vosotros también deis vuestra opinión, a ver qué sale. |
Hago una aportación como aprendiz de filósofo y no como un biólogo. Es conocido que un algoritmo optimizador denominado hill climbing consistente en hacer pequeños incrementos en la dirección que mejora la solución. Sin embargo, este algoritmo y realmente todos los existentes no garantizan la optimalidad global salvo bajo condiciones muy particulares. Los algoritmos genéticos, inspirados en el funcionamiento de la selección natural no son una excepción: no garantizan el óptimo. Es decir, la naturaleza no es óptima ni en general puede ser lo aunque dispongamos de un tiempo ilimitado, sobre todo porque la función objetivo es dinámica y puede cambiar con el tiempo.
El darwinismo es una chapuza de ensayo y error y de sabiduría tiene poca. La solución se puede quedar estancada en óptimos locales de un sub-espacio.
El mundo está gobernado por personajes que no pueden ni imaginar aquellos cuyos ojos no penetran entre los bastidores.
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En respuesta a este mensaje publicado por Didi Sóller
Casualmente me llego por este capítulo de un libro de Dawkins, que quizá responda a tus dudas:
El cooperador egoísta La maravilla… y no ninguna expectativa de ventajas derivadas de sus descubrimientos, es el primer principio que incita a la humanidad al estudio de la Filosofía, de esta ciencia que pretende poner al descubierto las conexiones escondidas que unen las diferentes apariencias de la naturaleza. Adam Smith, «La historia de la astronomía» (1795) Los bestiarios medievales continuaron una tradición más antigua de secuestrar la naturaleza como fuente de relatos morales. En su forma moderna, en el desarrollo de las ideas evolutivas, la misma tradición subyace tras una de las formas más egregias de ciencia poética mala. Me refiero a la ilusión de que existe una oposición sencilla entre desagradable y encantador, social y antisocial, egoísta y altruista, duro y amable; que cada uno de estos pares de opuestos se corresponde con los otros, y que la historia de la controversia evolutiva sobre la sociedad se describe como un péndulo que oscila de un lado a otro a lo largo de un continuo entre estos opuestos. No niego que esto plantee temas de discusión interesantes. Lo que critico es la idea «poética» de que hay un continuo único y que los argumentos valiosos deben situarse entre posiciones estratégicas a lo largo de su recorrido. Para invocar otra vez a los hacedores de lluvia, no hay más conexión entre un gen egoísta y un ser humano egoísta de la que hay entre una piedra y una nube de lluvia. Para describir el continuo poético que estoy criticando, podría tomar prestado un verso de un poeta real, «La naturaleza de dientes y garras enrojecidos», del In memoriam (1850) de Tennyson, supuestamente inspirado en El origen de las especies, pero que en realidad se publicó nueve años antes. En un extremo del continuo poético se supone que estañan Thomas Hobbes, Adam Smith, Charles Darwin, T.H. Huxley y todos aquellos que, como el distinguido evolucionista norteamericano George C. Williams y los abogados actuales del «gen egoísta», ponen el énfasis en las garras y dientes ensangrentados. En el otro extremo del continuo están el príncipe ruso Peter Kropotkin, anarquista y autor de Ayuda mutua (1902), la crédula pero inmensamente influyente antropóloga norteamericana Margaret Mead,[44] y un tropel de autores actuales que reaccionan de manera indignada ante la idea de que la naturaleza es genéticamente egoísta, y de los cuales Frans de Waal, autor de Good Natured [Bonachones] (1996), es un buen representante. De Waal, un experto en chimpancés que, comprensiblemente, ama a sus animales, se disgusta ante lo que equivocadamente cree que es una tendencia neodarwinista a resaltar «el aspecto desagradable de nuestro pasado simiesco». Algunos de los que comparten su fantasía romántica se han enamorado recientemente del chimpancé pigmeo o bonobo, como modelo de conducta todavía más benigno. Allí donde los chimpancés comunes suelen recurrir a la violencia, e incluso al canibalismo, los bonobos recurren al sexo. Parecen copular en todas las combinaciones posibles y en cualquier oportunidad concebible. En aquellas situaciones en las que nosotros nos estrechamos las manos, ellos copulan. Su consigna es «Haz el amor y no la guerra». Margaret Mead se habría entusiasmado con ellos. Pero la idea misma de tomar a los animales como modelos, a la manera de los bestiarios, es una pieza de ciencia poética mala. Los animales no están aquí para ser modelos de conducta, sino para sobrevivir y reproducirse. Los devotos moralistas del bonobo tienden a compensar este error con una falsedad evolutiva absoluta. Probablemente debido a su potente «factor de bienestar», se suele afirmar que los bonobos están más estrechamente emparentados con nosotros que los chimpancés comunes. Pero esto es imposible mientras aceptemos, como todo el mundo hace, que bonobos y chimpancés comunes están más estrechamente emparentados entre sí de lo que cualquiera de ellos lo está con la especie humana. Basta con esta premisa sencilla y nada problemática para concluir que los bonobos y los chimpancés comunes están exactamente igual de emparentados con nosotros. Están conectados con nuestra especie a través del antepasado común que ellos comparten y nosotros no. Ciertamente, es posible que nos parezcamos al bonobo más que al chimpancé común en algunos aspectos (y, muy probablemente, nos parecemos más al chimpancé común en otros aspectos), pero estas comparaciones subjetivas no pueden reflejar en absoluto una cercanía evolutiva diferencial. El libro de De Waal está lleno de demostraciones anecdóticas (que no deben sorprender a nadie) de que los animales a veces son amables con los demás, cooperan para el bien común, cuidan del bienestar de los demás, se consuelan unos a otros en la aflicción, comparten la comida y hacen otras cosas buenas y cariñosas. La posición que he adoptado siempre es que gran parte de la naturaleza animal es efectivamente altruista, cooperativa e incluso está acompañada por emociones benévolas subjetivas, pero que esto no sólo no contradice el egoísmo al nivel genético, sino que es una consecuencia del mismo. Los animales son a veces agradables y a veces desagradables, puesto que cualquiera de estos comportamientos puede ser el más conveniente para el interés propio de los genes en momentos diferentes. Ésta es, precisamente, la razón para hablar del «gen egoísta» en lugar de, pongamos por caso, el «chimpancé egoísta». La oposición que De Waal y otros han erigido entre biólogos que creen que la naturaleza humana y animal es fundamentalmente egoísta y los que creen que es fundamentalmente «bonachona» es falsa: mala poesía. Ahora se acepta ampliamente que el altruismo al nivel del organismo individual puede ser una vía por la cual los genes subyacentes maximizan su interés egoísta. Sin embargo, no quiero extenderme en algo que ya he explicado sobradamente en El gen egoísta y otros libros anteriores. Lo que ahora quiero volver a resaltar de aquel libro (y que pasan por alto algunos críticos que parecen haber leído sólo el título) es el sentido importante en el que los genes, que por un lado son puramente egoístas, al mismo tiempo pueden participar en convenios cooperativos. Esto es ciencia poética, si se quiere, pero espero demostrar que es ciencia poética de la buena, la que favorece la comprensión en vez de entorpecerla. Haré lo mismo con otros ejemplos en los capítulos restantes. La intuición clave del darwinismo puede expresarse en términos genéticos. Los genes de los que hay muchas copias en las poblaciones son aquellos que son buenos a la hora de producir copias de sí mismos, lo que significa buenos a la hora de sobrevivir. ¿Sobrevivir dónde? En cuerpos individuales dentro de ambientes ancestrales. Ello significa sobrevivir en el ambiente típico de la especie: en un desierto para los camellos, en los árboles para los monos, en el mar profundo para los calamares gigantes, y así sucesivamente. La razón principal por la que los cuerpos individuales son tan buenos a la hora de sobrevivir en sus respectivos ambientes es que han sido construidos por genes que han sobrevivido en el mismo ambiente durante muchas generaciones, en forma de copias. Pero prescindamos de desiertos y témpanos de hielo, mares y bosques; son solo parte de la historia. Un aspecto mucho más relevante del ambiente ancestral en el que han sobrevivido los genes es el conjunto de los otros genes con los que han tenido que compartir una sucesión de cuerpos individuales. Los genes que sobreviven en camellos, desde luego, incluirán algunos que son particularmente buenos en lo que a sobrevivir en desiertos se refiere, y puede que incluso los compartan con ratas y zorros del desierto. Pero, lo que es más importante, los genes que tienen éxito serán aquellos que son buenos a la hora de sobrevivir en un ambiente que incluye los demás genes típicos de la especie. Así, los genes de una especie son seleccionados para ser buenos en la cooperación con los demás genes. La cooperación genética, que es buena poesía científica (a diferencia de la cooperación universal) será el tema de este capítulo. Con frecuencia no se comprende bien el hecho siguiente: no son los genes de un determinado individuo los que cooperan particularmente bien juntos. Nunca han estado antes juntos en aquella combinación, porque cada genoma en una especie de reproducción sexual es único (con la excepción usual de los gemelos idénticos). Son los genes de una especie en general los que cooperan, porque se han encontrado antes muchas veces en el ambiente íntimamente compartido de la célula, aunque siempre en combinaciones distintas. En lo que cooperan es en la tarea de construir individuos del mismo tipo general que el presente. No hay ninguna razón especial para esperar que los genes de un individuo concreto sean especialmente buenos a la hora de cooperar entre sí cuando se comparan con cualesquiera otros genes de la misma especie. En gran parte, es accidental qué compañeros particulares ha extraído para ellos la lotería de la reproducción sexual del acervo génico de la especie. Los individuos con combinaciones desfavorables de genes tienden a morir. Los individuos con combinaciones favorables tienden a transmitir esos genes a las generaciones futuras. Pero no son las combinaciones propiamente dichas lo que se transmite a la larga. La reorganización sexual se ocupa de ello. Lo que se transmite son los genes que tienden a ser buenos a la hora de formar combinaciones favorables con los demás genes que el acervo génico de la especie puede ofrecer. A lo largo de las generaciones, con independencia de para qué otras cosas sean buenos los genes supervivientes, serán buenos para trabajar junto a otros genes de la especie. Hasta donde sabemos, determinados genes de camello podrían ser buenos para cooperar con determinados genes de guepardo. Pero nunca se ven obligados a hacerlo. Presumiblemente, los genes de mamífero son mejores a la hora de cooperar con otros genes de mamífero que con genes de ave. Pero la especulación debe seguir siendo hipotética, porque una de las características de la vida en nuestro planeta es que, dejando aparte la ingeniería genética, los genes se mezclan sólo dentro de las especies. Podemos comprobar versiones suavizadas de tales especulaciones observando híbridos. Los híbridos entre especies distintas, si es que se dan, suelen sobrevivir peor o son menos fértiles que los individuos de raza pura. Esto se explica en parte por las incompatibilidades entre sus genes. Los genes de la especie A que funcionan bien en el entorno o «clima» genético de otros genes de la especie A, no funcionan cuando se trasplantan a la especie B, y viceversa. A veces se observan efectos similares cuando se hibridan variedades o razas dentro de una especie. Comprendí esto por primera vez gracias a las lecciones del malogrado E.B. Ford, legendario esteta de Oxford y excéntrico fundador de la escuela de genetistas ecológicos, hoy descuidada. Ford dedicó la mayor parte de su carrera a investigar poblaciones silvestres de mariposas diurnas y nocturnas. Una de ellas es Tryphaena comes, la polilla menor de alas amarillas. Esta polilla es normalmente de color pardo amarillento, pero hay una variante denominada curtisii que es negruzca. En parte alguna de Inglaterra se encuentra curtisii; sin embargo, en Escocia y las islas (las Hébridas, Oreadas y Shetland) curtisii coexiste con comes. El color oscuro de curtisii es casi completamente dominante frente al diseño normal de comes. «Dominante frente a» es un término técnico, razón por la cual no puedo decir simplemente «domina». Significa que los individuos híbridos tienen apariencia de curtisii aunque porten los genes de ambas formas. Ford capturó ejemplares de la isla de Barra, en las Hébridas exteriores, al oeste de Escocia, y de una de las islas Oreadas, al norte de Escocia, así como del propio territorio escocés. Cada una de las dos formas insulares se parece exactamente a su espécimen opuesto en la otra localidad insular, y el gen curtisii oscuro es dominante en las dos islas, así como en Escocia. Otros indicios muestran que el gen curtisii es exactamente el mismo en todas las localidades. A la vista de ello, cabría esperar que, cuando se cruzaran ejemplares procedentes de distintas islas, la pauta normal de dominancia se mantuviera. Pero no es así, y éste es el meollo del asunto. Ford capturó individuos de Barra y los apareó con individuos de las Oreadas: la dominancia de curtisii desapareció por completo. En las familias híbridas apareció una gama completa de formas intermedias, justo lo que cabría esperar si no hubiera dominancia. Lo que parece ocurrir es lo siguiente. El gen curtisii no codifica por sí mismo la fórmula para el pigmento que distingue a las polillas, ni la dominancia es siempre una propiedad de un gen por sí mismo. En cambio, como cualquier otro gen, debería pensarse que los efectos del gen curtisii dependen del contexto de los otros genes, algunos de los cuales son «activados» por él. Esta serie de otros genes es parte de lo que llamo «entorno» o «clima» genético. En teoría, por tanto, cualquier gen podría ejercer efectos radicalmente diferentes en distintas islas, en presencia de diferentes series de otros genes. En el caso de las polillas de Ford las cosas son un poco más complicadas, y muy esclarecedoras. El gen curtisii es un «gen conmutador», que parece tener el mismo efecto en Barra y las Oreadas, pero que lo consigue activando series distintas de genes en las diferentes islas. Sólo advertimos esto cuando se entrecruzan ambas poblaciones. El gen conmutador curtisii se encuentra en un clima genético que no es ni una cosa ni otra. Es una mezcla de genes de Barra y de genes de las Oreadas, y la pauta coloreada que cada serie, por su cuenta, podría producir se desbarata. Lo interesante de todo esto es que tanto la mezcla de Barra como la de las Oreadas pueden componer la misma pauta coloreada. Hay más de una manera de conseguir el mismo resultado. Ambas implican series de genes cooperantes, pero hay dos series diferentes, y los miembros de cada serie no cooperan bien con los de la otra. Considero que esto es un modelo de lo que sucede entre genes funcionales dentro de cualquier acervo génico. En El gen egoísta utilicé la analogía del remo. Una tripulación de ocho remeros tiene que estar bien coordinada. Ocho hombres que se han entrenado juntos pueden esperar trabajar bien juntos. Pero si se mezclan cuatro hombres de una tripulación con cuatro de otra igualmente buena, la unión no cuaja: sus remadas son un desbarajuste. Esto es análogo a la mezcla de dos series de genes que funcionaban bien cuando cada cual estaba con sus compañeros previos, pero cuya coordinación se desbarata cuando se encuentran en un clima genético extraño. Llegados a este punto, muchos biólogos se entusiasman y afirman que la selección natural debe operar al nivel de la tripulación completa como unidad, la serie total de genes, o el organismo individual entero. Es cierto que el organismo individual es una unidad muy importante en la jerarquía de la vida; y, realmente, exhibe cualidades unitarias. (Esto es menos cierto para las plantas que para los animales, que tienden a poseer un conjunto fijo de partes, todas ellas claramente parceladas dentro de una piel con una forma discreta y unitaria. Las plantas individuales[28] suelen ser más difíciles de delimitar por el hecho de dispersarse y propagarse vegetativamente a través de los prados y el sotobosque.) Pero, por unitario que sea un lobo o un búfalo individual, el paquete es temporal y único. Los búfalos que tienen éxito no se duplican a sí mismos por todo el mundo en forma de copias múltiples, sino que duplican sus genes. La verdadera unidad de la selección natural debe ser una de la que se pueda decir que tiene una frecuencia, y una frecuencia que aumente cuando su tipo tenga éxito y disminuya cuando fracase. Esto es exactamente lo que puede decirse de los genes en los acervos genéticos, y no puede decirse de los búfalos individuales. Los búfalos exitosos no se hacen más frecuentes. Cada búfalo es único. Su frecuencia es de uno. Se puede definir un búfalo como exitoso si sus genes tienen una frecuencia aumentada en las poblaciones futuras. Al mariscal de campo Montgomery, que nunca fue el más humilde de los hombres, se le oyó una vez decir: «Ahora bien. Dios dijo (y estoy de acuerdo con El)…». Me siento un poco así cuando pienso en la alianza de Dios con Abraham. Dios no prometió a Abraham la vida eterna como individuo (aunque Abraham sólo tenía 99 años por aquel entonces, un pimpollo según las pautas del Génesis). Pero le prometió otra cosa. Yo haré contigo mi alianza, y te multiplicaré muy grandemente… y te haré padre de una muchedumbre de pueblos… Te acrecentaré muy mucho, y te daré pueblos, y saldrán de ti reyes. Génesis, 17 Abraham no tuvo ninguna duda de que el futuro residía en su simiente, no en su individualidad. Dios conocía su darwinismo. En resumen, lo que estoy diciendo es que los genes, a pesar de que son las unidades separadas que son objeto de selección natural en el proceso darwiniano, son altamente cooperativos. La selección favorece o desfavorece a genes concretos por su capacidad de sobrevivir en su ambiente, pero la parte más importante de ese ambiente es el clima genético proporcionado por otros genes. La consecuencia es que las series cooperativas de genes se encuentran juntas en los acervos genéticos. Los cuerpos individuales son unitarios y coherentes no porque la selección natural los escoja como unidades, sino porque están constituidos por genes que han sido seleccionados para cooperar con otros miembros de su acervo genético. Cooperan específicamente en la empresa de construir cuerpos individuales. Pero se trata de un tipo de cooperación anárquica, en la que cada gen actúa en beneficio propio. La cooperación, efectivamente, se deshace siempre que surge la oportunidad, como en los denominados genes «distorsionadores de segregación». En los ratones existe un gen denominado t. En dosis doble, el gen t causa esterilidad o muerte, por lo que debe existir una fuerte selección natural en contra suya. Pero en dosis sencilla tiene un efecto muy extraño. Normalmente, cada copia de un gen debería encontrarse en un 50 por ciento de los espermatozoides que produce un macho. Yo tengo los ojos pardos como mi madre, pero mi padre los tiene azules, de modo que sé que soy portador de una copia del gen para ojos azules y el 50 por ciento de sus espermatozoides portan el gen para ojos azules. En los ratones machos, t no se comporta de esta manera ordenada. Más del 90 por ciento de los espermatozoides de un macho afectado contienen el gen t. Lo que hace t es distorsionar la producción de espermatozoides. Y es fácil ver que, a pesar de la letalidad de la dosis doble, una vez surge t en una población de ratones, tenderá a propagarse gracias a su enorme habilidad para introducirse en los espermatozoides. Se ha sugerido que en las poblaciones salvajes de ratones surgen brotes de t, se propagan como una especie de cáncer poblacional y acaban provocando la extinción de la población local. El gen t es una ilustración de lo que puede suceder cuando se desbarata la cooperación entre genes. «La excepción que confirma la regla» suele ser una expresión bastante tonta, pero ésta es una de esas raras ocasiones en que es adecuada. Repitámoslo: las principales series de genes cooperantes son los acervos genéticos completos de las especies. Los genes de guepardo cooperan con genes de guepardo pero no con genes de camello, y viceversa. Ello no se debe a que los genes de guepardo, incluso en el sentido más poético, vean ninguna virtud en la preservación del guepardo como especie. No están trabajando para salvar al guepardo de la extinción como si de algún Fondo Mundial para la Naturaleza molecular se tratara. Simplemente, sobreviven en su ambiente, y éste está constituido en gran parte por otros genes del acervo genético del guepardo. Por ello, la capacidad para cooperar con otros genes de guepardo (pero no con genes de camello o de bacalao) es una de las muchas cualidades que se ven favorecidas en la lucha entre genes rivales de guepardo. Del mismo modo que, en los climas árticos, los genes para resistir el frío se hacen predominantes, en el acervo genético del guepardo predominan los genes que están equipados para medrar en el clima de otros genes de guepardo. En lo que concierne a cada gen, los demás genes de su acervo genético son sólo otro aspecto del entorno. El nivel al que los genes constituyen un «clima» para los demás está en gran parte inmerso en la química celular. Los genes codifican la producción de enzimas, moléculas proteínicas que funcionan como máquinas que producen un determinado componente en una cadena de producción química. Existen rutas químicas alternativas con el mismo fin, lo que supone cadenas de producción alternativas. Puede que no sea realmente importante cuál de las dos cadenas de producción se adopte, mientras la célula no intente quedarse con una combinación de ambas. Cualquiera de las dos cadenas de producción puede ser igualmente buena, pero los productos intermedios que rinde la cadena de producción A no pueden ser utilizados por la cadena de producción B, y viceversa. De nuevo, resulta tentador decir que toda la cadena de producción se selecciona en bloque. Esto es erróneo. Lo que es objeto de selección natural es cada gen concreto, dentro del fondo o clima proporcionado por todos los demás genes. Si resulta que la población está dominada por genes para todos los pasos menos uno de la cadena de producción A, esto constituye un clima químico que favorece al gen para el paso ausente en A. Y al revés, un clima preexistente de genes B favorece a los genes B sobre los genes A. No estamos hablando de cuál es «mejor», como si hubiera una especie de competencia entre la cadena de producción A y la cadena de producción B. Lo que estamos diciendo es que cualquiera de las dos es adecuada, pero que una mezcla de ambas es inestable. La población posee dos climas estables alternativos de genes que cooperan mutuamente, y la selección natural tenderá a conducir a la población hacia aquel de los dos estados estables del que se encuentre ya más cerca. Pero no tenemos por qué hablar de bioquímica. Podemos utilizar la metáfora del clima genético al nivel de los órganos y del comportamiento. Un guepardo es una máquina de matar magníficamente integrada, equipada con patas largas y musculosas y una espina dorsal que se dobla sinuosamente para vencer en la carrera a las presas, mandíbulas potentes y dientes afilados para acuchillarlas, ojos frontales para divisar las presas, tubo digestivo corto con los enzimas apropiados para digerirlas, cerebro preprogramado con las pautas comportamentales de un carnívoro, y gran cantidad de otros rasgos que hacen del guepardo un cazador típico. Al otro lado de la carrera armamentista, los antílopes están igualmente bien equipados para comer plantas y evitar ser capturados por los depredadores. Tubo digestivo largo, complicado con sacos llenos de bacterias que digieren la celulosa, acompañado de dientes trituradores planos, que armonizan con un cerebro preprogramado para la alarma y la huida rápida, más una piel moteada que constituye un camuflaje exquisito. Éstas son dos maneras alternativas de ganarse la vida. Ninguna de las dos es obviamente mejor que la otra, pero cualquiera de ellas es mejor que un compromiso incómodo: tubo digestivo de carnívoro combinado con dientes de herbívoro, pongamos por caso, o instintos de persecución de carnívoro combinados con enzimas digestivos de herbívoro. De nuevo, resulta tentador decir que el «guepardo entero» o «el antílope entero» se seleccionan «como una unidad». Tentador, pero superficial. Y también perezoso. Se precisa cierto trabajo intelectual adicional para ver qué sucede en realidad. Los genes que programan el desarrollo del tubo digestivo de un carnívoro florecen en un clima genético que ya está dominado por genes que programan el cerebro de un carnívoro. Y viceversa. Los genes que programan un camuflaje defensivo prosperan en un clima genético que está dominado ya por genes que programan dientes de herbívoro. Y viceversa. Existen muchísimas maneras de ganarse la vida. Para mencionar sólo unos cuantos ejemplos entre los mamíferos, está la manera del guepardo, la manera del impala, la manera del topo, la manera del papión, la manera del koala. No hay ninguna necesidad de decir que una manera es mejor que cualquier otra. Todas ellas funcionan. Lo que es malo es tener una mitad de las adaptaciones orientada a una manera de vivir, y la otra mitad a otra. Este tipo de razonamiento se expresa mejor al nivel de los genes separados. En cada locus genético, el gen que tiene más probabilidades de ser favorecido es el que es más compatible con el clima genético que crean los demás, el que sobrevive en este clima a lo largo de repetidas generaciones. Puesto que esto es aplicable a cada uno de los genes que constituyen el clima (puesto que cada gen es, en potencia, parte del clima de cualquier otro), el resultado es que el acervo genético de una especie tiende a coalescer en un grupo de socios mutuamente compatibles. Lamento insistir en este aspecto, pero algunos de mis respetados colegas rehúsan comprenderlo, e insisten obstinadamente en que el «individuo» es la «verdadera» unidad de la selección natural. De manera más amplia, el ambiente en el que debe sobrevivir un gen incluye las demás especies con las que entra en contacto. El ADN de una determinada especie no entra literalmente en contacto con las moléculas de ADN de sus depredadores, competidores o socios mutualistas. El «clima» debe entenderse de manera menos íntima que en la cooperación genética dentro de las células, como en el caso de los genes de una especie. En este escenario más amplio, una parte importante del ambiente en el que se produce la selección natural la constituyen las consecuencias de los genes sobre otras especies, sus «efectos fenotípicos». Una pluvisilva es un tipo especial de ambiente, modelado y definido por las plantas y los animales que viven en él. Todas y cada una de las especies de una pluvisilva tropical constituyen un acervo genético, aislado de los demás en lo que a mezcla sexual se refiere, pero en contacto con sus efectos corporales. Dentro de cada uno de estos acervos genéticos separados, la selección natural favorece aquellos genes que cooperan con su propio acervo genético, como hemos visto. Pero también favorece aquellos genes buenos para sobrevivir junto a las consecuencias de otros acervos genéticos en la selva tropical: árboles, lianas, monos, escarabajos peloteros, cochinillas y bacterias del suelo. A la larga, esto puede hacer que la selva entera parezca un todo único y armonioso, en el que cada unidad opera en beneficio de todas, de cada uno de los árboles y ácaros del suelo, incluso de todos los depredadores y de todos los parásitos, y desempeñan su papel en una familia grande y feliz. De nuevo, ésta es una manera tentadora de verlo. De nuevo, es una manera perezosa: ciencia poética mala. Una visión mucho más veraz, todavía ciencia poética pero (el propósito de este capítulo es convencer de ello al lector) ciencia poética buena, considera la selva como una federación anarquista de genes egoístas, cada uno seleccionado por su aptitud para sobrevivir dentro de su propio acervo génico respecto del fondo ambiental que proporcionan todos los demás. Sí, en un cierto sentido aguado los organismos de una pluvisilva realizan un servicio valioso para otras especies, e incluso para el mantenimiento de toda la comunidad selvática. Ciertamente, si se eliminaran todas las bacterias del suelo, las consecuencias para los árboles y, en último término, para la mayor parte de la vida en la selva, serían calamitosas. Pero ésta no es la razón por la que las bacterias del suelo están allí. Sí, desde luego, descomponen las hojas muertas, los animales muertos y el estiércol en humus, que es útil para la prosperidad continuada de toda la selva. Pero no lo hacen para fabricar humus. Utilizan las hojas y los animales muertos como alimento para sí mismas, para el bien de los genes que programan sus actividades de producción de humus. Una consecuencia fortuita de esta actividad egoísta es que el suelo mejora desde el punto de vista de las plantas y, por lo tanto, de los herbívoros que las comen y, por lo tanto, de los carnívoros que cazan a los herbívoros. Las especies de una comunidad de pluvisilva prosperan en presencia de las demás especies de aquella comunidad porque la comunidad es el ambiente en el que sus antepasados sobrevivieron. Quizás haya plantas que medren en ausencia de un rico cultivo de bacterias del suelo, pero no son éstas las plantas que encontraremos en una pluvisilva. Es más probable que las encontremos en un desierto. Ésta es la manera adecuada de manejar la tentación de «Gaia», la sobreestimada fantasía romántica de que el planeta entero es un organismo; de que cada especie aporta su grano de arena para el bienestar del conjunto; de que las bacterias, por ejemplo, operan para mejorar el contenido gaseoso de la atmósfera terrestre para el bien de la biosfera entera. El ejemplo más extremo que conozco de este tipo de ciencia poética mala procede de un famoso y veterano ecologista. Me lo ofreció el profesor John Maynard Smith, quien asistía a una conferencia auspiciada por la Open University en Inglaterra. La conversación derivó hacia la extinción en masa de los dinosaurios y si esta catástrofe fue causada por una colisión cometaria. El barbudo ecologista no tenía duda alguna: «Pues claro que no», dijo de manera terminante, «¡Gaia no lo hubiera permitido!». Gaia era la diosa griega de la Tierra cuyo nombre ha adoptado James Lovelock, un químico atmosférico e inventor inglés, para personificar su noción poética de que todo el planeta debiera considerarse como un único ser vivo. Todos los seres vivos forman parte del cuerpo de Gaia y operan conjuntamente como un termostato bien ajustado, reaccionando a las perturbaciones de manera que preservan la vida en su totalidad. Lovelock reconoce que lo ponen en apuros aquellos que, como el ecologista al que acabo de citar, se toman su idea demasiado al pie de la letra. Gaia se ha convertido en un culto, casi una religión, y es comprensible que Lovelock quiera ahora distanciarse de ella. Pero algunas de sus primeras sugerencias, cuando se medita sobre ellas, apenas son más realistas. Por ejemplo, propuso que las bacterias producen metano por el valioso papel que este gas desempeña en la regulación de la química de la atmósfera terrestre. El problema con esto es que se pide a cada bacteria individual que sea más amable de lo que la selección natural puede explicar. Se pretende que las bacterias producen metano más allá de sus propias necesidades. Se espera que produzcan suficiente metano para beneficiar al planeta en general. Es inútil argumentar que esto favorece sus intereses a largo plazo, porque si el planeta se extingue también lo harán ellas. La selección natural no es nunca consciente del futuro a largo plazo. No es consciente de nada. Las mejoras se producen no por previsión, sino porque ciertos genes terminan superando a sus rivales en los acervos genéticos. Por desgracia, los genes que hacen que las bacterias rebeldes se acomoden y gocen de los beneficios de la producción altruista de metano por parte de sus rivales están destinados a prosperar a expensas de los altruistas. De manera que el mundo acabará siendo ocupado por un número relativamente mayor de bacterias egoístas. Ello continuará incluso si, debido a su egoísmo, el número total de bacterias (y de todo lo demás) disminuye. Continuará hasta el punto de la extinción. ¿Cómo habría de ser de otro modo? No existe previsión. Si Lovelock replicara que las bacterias producen metano como un subproducto de alguna otra cosa que hacen por su propio beneficio, y que sólo fortuitamente es útil para el mundo, yo estaría sinceramente de acuerdo con él. Pero en tal caso toda la retórica de Gaia es superflua y engañosa. No es necesario decir que las bacterias trabajan para el bien de nada que no sea su propio beneficio genético a corto plazo. Nos quedamos con la conclusión de que los individuos sólo trabajan para Gaia cuando les conviene hacerlo, de modo que ¿por qué introducir Gaia en la discusión? Es mucho mejor pensar en términos de genes, que son las unidades autorreplicantes reales de la selección natural, que prosperan en un ambiente que incluye el clima genético que crean los demás genes. Me parece muy bien generalizar la noción de clima genético para incluir a todos los genes del mundo entero. Pero esto no es Gaia. Gaia centra falsamente la atención en la vida planetaria como una unidad particular. La vida planetaria es una pauta cambiante de clima genético. La principal compañera de armas de Lovelock en tanto que defensora de Gaia es la bacterióloga americana Lynn Margulis. A pesar de su carácter beligerante, se sitúa a sí misma firmemente en el lado amable del continuo que estoy atacando como ciencia poética mala. Así escribe, junto con su hijo Dorion Sagan: Además, la visión de la evolución como una lucha crónica y sanguinaria entre individuos y especies, distorsión popular de la idea darwiniana de la «supervivencia de los mejor adaptados», se desvanece con la nueva imagen de cooperación continua, estrecha interacción y mutua dependencia entre formas de vida. La vida no ocupó la Tierra tras un combate, sino extendiendo una red de colaboración por su superficie. Las formas de vida se multiplicaron y se hicieron cada vez más complejas, integrándose con otras en vez de hacerlas desaparecer. Microcosmos: Cuatro mil millones de años de evolución microbiana (1987) En un sentido superficial, Margulis y Sagan no van demasiado desencaminados. Pero la ciencia poética mala les lleva a expresar mal la idea. Como señalé al principio de este capítulo, la oposición «combate contra cooperación» no es la dicotomía que hay que resaltar. Existe un conflicto fundamental al nivel genético. Pero puesto que los ambientes de los genes están dominados por otros genes, la cooperación y la «formación de redes» surgen de manera automática como una manifestación preferente de dicho conflicto. Mientras que Lovelock es un estudioso de la atmósfera terrestre, el enfoque de Margulis es eminentemente microbiológico. Margulis otorga adecuadamente a las bacterias el papel central entre las formas de vida de nuestro planeta. En el nivel bioquímico, hay toda una serie de maneras fundamentales de ganarse la vida, que son practicadas por un tipo u otro de bacterias. Una de estas recetas vitales básicas ha sido adoptada por los eucariotas (es decir, todos los organismos que no son bacterias), y la tomamos prestada de las bacterias. Durante muchos años Margulis ha razonado, con éxito, que la mayor parte de nuestra bioquímica la realizan para nosotros lo que antaño fueron bacterias libres que ahora viven en el interior de nuestras células. He aquí otra cita del mismo libro de Margulis y Sagan. Las bacterias, en cambio, exhiben una gama de variaciones metabólicas mucho más amplia que los eucariotas. Se dedican a fermentaciones extravagantes, producen metano, «comen» nitrógeno directamente del aire, obtienen energía de los glóbulos de azufre, precipitan hierro y manganeso mientras respiran, queman hidrógeno para producir agua, crecen en agua hirviente y en salmuera, almacenan energía mediante el pigmento púrpura rodopsina, y así sucesivamente… Sin embargo, nosotros sólo utilizamos uno de sus muchos diseños metabólicos para la producción de energía, a saber, el de la respiración aeróbica, que es la especialidad de las mitocondrias. La respiración aeróbica, un complicado conjunto de cadenas y ciclos bioquímicos mediante el cual la energía captada del sol es liberada de las moléculas orgánicas, se realiza en las mitocondrias, los diminutos orgánulos que bullen en el interior de nuestras células. Margulis ha convencido al mundo científico, pienso que acertadamente, de que las mitocondrias descienden de bacterias. Los antepasados de las mitocondrias de vida libre desarrollaron el conjunto de trucos bioquímicos que llamamos respiración aeróbica. Hoy los eucariotas nos beneficiamos de esta hechicería química avanzada porque nuestras células contienen los descendientes de las bacterias que la descubrieron. Según esta hipótesis, la línea genealógica de las mitocondrias se remonta a bacterias marinas ancestrales de vida libre. Cuando hablo de «línea genealógica» quiero decir, literalmente, que una célula bacteriana de vida libre se dividió en dos, y al menos una de estas dos se dividió en dos, y al menos una de estas dos se dividió en dos, y así sucesivamente hasta que llegamos a todas y cada una de nuestras mitocondrias, que continúan dividiéndose en nuestras células. Margulis cree que las mitocondrias fueron originalmente parásitos (o depredadores; la distinción no es importante a este nivel) que atacaban a las bacterias mayores que estaban destinadas a proporcionar la cubierta de la célula eucariota. Existen todavía algunos parásitos bacterianos que excavan la pared celular de la presa y después, cuando se encuentran seguros en su interior, sellan el agujero y se comen la célula desde dentro. Los antepasados mitocondriales, según la teoría, evolucionaron de parásitos que matan a parásitos menos virulentos que mantienen a su huésped vivo para explotarlo durante más tiempo. Más tarde aún, las células del huésped empezaron a beneficiarse de las actividades metabólicas de las protomitocondrias. La relación pasó de depredadora o parásita (buena para una parte, mala para la otra) a mutualista (buena para ambas). A medida que el mutualismo se intensificaba, cada parte se hizo más dependiente de la otra, y cada una acabó perdiendo aquellos fragmentos de sí misma cuyos cometidos estaban mejor servidos por la otra. En un mundo darwiniano, esta cooperación íntima y delicada evoluciona sólo cuando el ADN del parásito se transmite «longitudinalmente» a las sucesivas generaciones del huésped en los mismos vehículos que el ADN del huésped. Hasta el día de hoy, nuestras mitocondrias poseen todavía su propio ADN, que está emparentado con nuestro «propio» ADN sólo lejanamente y tiene un parentesco más cercano con el de ciertas bacterias. Pero es transmitido a las generaciones sucesivas humanas por los óvulos humanos. Los parásitos cuyo ADN se transmite longitudinalmente como éste (es decir, del progenitor patrón al progenitor hijo) se tornan menos virulentos y más cooperativos, porque todo lo que sea bueno para la supervivencia del ADN del huésped tiende automáticamente a ser bueno para la supervivencia de su propio ADN. Los parásitos cuyo ADN se transmite «horizontalmente» (de un huésped a algún otro huésped que no tiene por qué ser descendiente del anterior), como los virus de la rabia o de la gripe, pueden hacerse aún más virulentos. Si el ADN debe transmitirse horizontalmente, puede que la muerte del huésped no sea indeseable. Un caso extremo pudiera ser un parásito que se alimenta en el interior de un huésped individual, transformando su carne en esporas hasta que finalmente revienta, esparciendo el ADN parásito a los cuatro vientos. Las mitocondrias son especialistas longitudinales extremos. Su relación con las células del huésped se ha hecho tan íntima que nos resulta difícil reconocer que en algún momento estuvieron separadas. Mi colega de Oxford Sir David Smith ha encontrado un símil perfecto: En el habitat celular, un organismo invasor puede perder progresivamente fragmentos de sí mismo, mezclándose lentamente con el trasfondo general, y con su existencia anterior delatada sólo por alguna reliquia. En realidad, uno recuerda el encuentro de Alicia en el País de las Maravillas con el gato de Cheshire. Mientras Alicia miraba, «se desvaneció muy paulatinamente, empezando por la punta de la cola y terminando por la sonrisa, que permaneció flotando en el aire un rato después de haber desaparecido todo el resto».[29] Hay muchos objetos celulares que son como la sonrisa del gato de Cheshire. Para aquellos que intentan encontrar su origen, la sonrisa es estimulante y realmente enigmática. The Cell as a Habitat [La célula como habitat] (1979) No encuentro ninguna distinción importante entre la relación existente entre el ADN mitocondrial y el ADN huésped y la que hay entre dos genes pertenecientes al acervo genético «propio» de una especie. He argumentado que todos nuestros genes «propios» deberían considerarse mutuamente parásitos unos de otros. La otra reliquia sonriente hoy incontrovertible es el cloroplasto. Los cloroplastos son orgánulos de las células vegetales que se encargan de la fotosíntesis, almacenando energía solar para la síntesis de moléculas orgánicas. Después estas moléculas orgánicas pueden descomponerse para liberar controladamente la energía cuando se la necesita. Los cloroplastos son responsables del color verde de las plantas. Hoy en día se acepta que descienden de bacterias fotosintéticas, primas de las bacterias «verdiazules» que en la actualidad todavía flotan libremente y son responsables de «floraciones» en aguas contaminadas. El proceso de la fotosíntesis es el mismo en estas bacterias y (en los cloroplastos dé) los eucariotas. Los cloroplastos, según Margulis, no fueron capturados de la misma manera que las mitocondrias. Mientras que los antepasados de las mitocondrias invadieron agresivamente huéspedes más grandes, los antepasados de los cloroplastos eran presas, originalmente englobadas como alimento, que sólo más tarde desarrollaron una relación mutualista con sus captores, sin duda porque, de nuevo, su ADN se acabó transmitiendo longitudinalmente a las generaciones sucesivas de huéspedes. Más controvertida es la creencia de Margulis de que otro tipo de bacterias, las espiroquetas, de movimientos espirales, invadieron las células eucariotas primitivas y aportaron estructuras móviles tales como los cilios, los flagelos y los «husos» que tiran de los cromosomas para separarlos en la división celular. Cilios y flagelos son sólo versiones de tamaño distinto de las mismas estructuras, y Margulis prefiere llamar a ambos «undulipodios». Esta investigadora reserva el nombre de flagelo para la estructura flageliforme, muy similar superficialmente pero en realidad muy distinta, que algunas bacterias utilizan para propulsarse con un movimiento de canalete («helicoidal» sería un término más apropiado). Incidentalmente, el flagelo bacteriano es notable porque posee el único cojinete rotatorio propiamente dicho del mundo vivo. Es el único ejemplo importante de «rueda» en la naturaleza, o al menos de eje, antes de que los seres humanos lo reinventaran. Los cilios y demás undulipodios de los eucariotas son más complicados. Margulis identifica cada undulipodio individual con una espiroqueta completa, igual que identifica cada mitocondria y cada cloroplasto con una bacteria completa. La idea de cooptar bacterias para que realicen algún truco bioquímico difícil ha resurgido con frecuencia en la evolución más reciente. Los peces abisales poseen órganos luminosos, pero, en lugar de emprender la difícil tarea química de producir luz, han cooptado bacterias especializadas en esta tarea. El órgano luminoso de un pez es un saco de bacterias cuidadosamente cultivadas, que producen luz como subproducto de sus propias actividades bioquímicas. Tenemos así una forma completamente nueva de contemplar al organismo individual. Los animales y las plantas no sólo participan en complicadas redes de interacciones mutuas con individuos de su misma especie y de otras, dentro de poblaciones y comunidades tales como una pluvisilva tropical o un arrecife de coral, sino que cada animal o planta individual es una comunidad de miles de millones de células, cada una de las cuales es a su vez una comunidad de bacterias. Yo iría aun más lejos y diría que incluso los genes «propios» de una especie son una comunidad de cooperadores egoístas. Aquí podemos dejarnos tentar por otra clase de ciencia poética, la poesía de la jerarquía. Hay unidades dentro de otras unidades mayores, no ya al nivel del organismo individual, sino incluso a niveles superiores, pues los organismos viven en comunidades. ¿Acaso no hay, en cada nivel de la jerarquía, cooperación simbiótica entre las unidades del nivel inferior, unidades que en otro tiempo fueron independientes? En todo esto hay mucho de verdad. Los termes se ganan muy bien la vida comiendo madera y productos derivados de la madera (libros, por ejemplo). Pero, de nuevo, los trucos químicos necesarios no se desarrollan de manera natural en las células de los termes. Así como la célula eucariota debe tomar prestados los talentos bioquímicos de las mitocondrias, el tubo digestivo de los termes, por sí solo, no puede digerir la madera. Depende de microorganismos simbióticos para realizar la tarea de digerir la madera. El propio terme vive de los microorganismos y sus excreciones. Estos microorganismos son seres extraños y especializados, que en su mayoría no se encuentran en ninguna otra parte del mundo a no ser en el tubo digestivo de su propia especie de terme. Dependen de los termes (que encuentran la madera y la desmenuzan en pequeños fragmentos) tanto como los termes dependen de ellos (para descomponerlos en fragmentos moleculares todavía más pequeños, mediante enzimas que los propios termes no pueden producir). Algunos de estos microorganismos son bacterias, otros son protozoos (eucariotas unicelulares) y otros son una fascinante mezcla de ambos. Fascinante porque se trata de un tipo de deja vu evolutivo que añade una gran plausibilidad a la especulación de Margulis. Mixotricha paradoxa es un protozoo flagelado que vive en el tubo digestivo del terme australiano Mastotermes darwiniensis. Este protozoo posee cuatro cilios grandes en posición anterior. Margulis afirma que estas estructuras derivan de espiroquetas simbiontes ancestrales. Esto es discutible, pero existe un segundo tipo de extensiones pequeñas, ondulantes, piliformes, que no dejan lugar a dudas. Recubren el resto del cuerpo y parecen cilios, como los que baten rítmicamente para hacer que los óvulos se deslicen por los oviductos. Pero no son cilios. Cada uno de ellos (y hay alrededor de medio millón) es una minúscula espiroqueta, una bacteria. En realidad, hay implicados dos tipos de espiroqueta bastante distintos. Son estas bacterias ondulantes las que, batiendo al unísono, impulsan a Mixotricha por todo el tubo digestivo del terme. Ello parece difícil de creer hasta que uno descubre que el movimiento de cada elemento puede ser provocado por el de sus vecinos inmediatos. Los cuatro cilios grandes de la parte anterior parecen servir sólo como timones. Podemos describirlos como «propios», para distinguirlos de las espiroquetas que tapizan el resto del cuerpo. Pero, desde luego, si Margulis tiene razón, no son más propios de Mixotricha que las espiroquetas: representan sencillamente una invasión más antigua. El deja vu estriba en la nueva representación, por otras espiroquetas, de un drama que se representó por vez primera hace mil millones de años. Mixotricha no puede respirar oxígeno porque en el tubo digestivo del terme este gas es escaso. Si no fuera así, podemos estar seguros de que tendrían mitocondrias en su interior, reliquias de otra antigua oleada de invasión bacteriana. Pero, en cualquier caso, sí que poseen otras bacterias simbióticas internas que probablemente desempeñan un papel parecido al de las mitocondrias, quizás asistiendo en la difícil tarea de digerir la madera. Así pues, un único individuo de Mixotricha es una colonia que contiene al menos medio millón de bacterias simbiontes de varios tipos. Desde un punto de vista funcional, en tanto que máquina de digerir celulosa, un único terme es una colonia igualmente numerosa de microorganismos simbióticos en su tubo digestivo. No se olvide que, aparte de los invasores «recientes» de su flora digestiva, las células «propias» de un terme, como las de cualquier otro animal, son en sí mismas colonias de bacterias mucho más antiguas. Finalmente, los termes mismos son bastante especiales, en el sentido de que viven en colonias numerosísimas de obreras en su mayor parte estériles que saquean el terreno más eficientemente que casi cualquier otro tipo de animal, excepto las hormigas (cuyo éxito se explica por la misma razón). Las colonias de Mastotermes pueden contener hasta un millón de obreras. La especie es una plaga voraz en Australia, donde devora postes de teléfono, el forro plástico de los cables eléctricos, edificios y puentes de madera, y hasta bolas de billar. Ser una colonia de colonias de colonias parece ser una receta exitosa para la vida. Quiero volver al punto de vista genético y plantear la idea de la simbiosis («vivir juntos») universal hasta su conclusión última. Margulis es considerada por derecho propio la gran sacerdotisa de la simbiosis. Como ya he dicho, yo iría incluso más allá y consideraría que todos los genes nucleares «normales» son simbióticos en el mismo sentido que los genes mitocondriales. Pero allí donde Margulis y Lovelock invocan la poesía de la cooperación y la concordia como base de esta unión, yo quiero hacer lo contrario. Para mí la simbiosis es una consecuencia secundaria. Al nivel genético todo es egoísmo, pero los fines egoístas de los genes se satisfacen mediante la cooperación a muchos niveles. En lo que respecta a los genes, las relaciones entre nuestros genes «propios» no son, en principio, diferentes de las relaciones entre genes nucleares y genes mitocondriales, o entre nuestros genes y los de otras especies. Todos los genes se seleccionan por su capacidad de prosperar en presencia de otros genes (de cualquier especie) cuyas consecuencias constituyen su entorno. La colaboración dentro de acervos genéticos para producir cuerpos complejos suele denominarse coadaptación, término distinto del de coevolución. Coadaptación se refiere por lo general al ajuste mutuo de las distintas partes de un mismo organismo a las otras partes. Por ejemplo, muchas flores poseen a la vez un color brillante para atraer a los insectos y líneas oscuras que actúan como guías de aterrizaje para conducir a los insectos al néctar. El color, las líneas y los nectarios se ayudan mutuamente. Están mutuamente coadaptados, y cada uno de los genes responsables se selecciona en presencia de los otros. El término coevolución suele reservarse para la evolución mutua de especies distintas. Las flores y los insectos que las polinizan evolucionan juntos, es decir, coevolucionan. En este caso, la relación coevolutiva es mutuamente beneficiosa. El término coevolución se refiere asimismo a una evolución mutua de carácter hostil: las «carreras de armamentos» coevolutivas. La carrera de alta velocidad en los depredadores coevoluciona con la carrera de alta velocidad en sus presas. Las corazas gruesas coevolucionan con las armas y técnicas destinadas a penetrarlas. Aunque acabo de hacer una clara distinción entre la coadaptación «intraespecífíca» y la coevolución «interespecífica», es perdonable que haya cierta confusión. Si adoptamos el punto de vista que estoy defendiendo de que las interacciones génicas son sólo interacciones génicas, a cualquier nivel, entonces la coadaptación es sólo un caso especial de coevolución. En lo concerniente a los genes, «intraespecífico» no es fundamentalmente distinto de «interespecífico». Las diferencias son de orden práctico. Dentro de una especie, los genes coinciden con sus compañeros en el medio celular. Entre especies, sus consecuencias externas pueden coincidir con las consecuencias de otros genes en el mundo exterior. Los casos intermedios, como los parásitos íntimos y las mitocondrias, son reveladores porque difuminan la distinción. Los escépticos de la selección natural a veces se devanan los sesos con el siguiente razonamiento: la selección natural, dicen, es un proceso meramente negativo, porque se limita a eliminar a los no adaptados. ¿De qué modo una escarda negativa de este tipo puede desempeñar el papel positivo de construir una adaptación compleja? Una gran parte de la respuesta reside en una combinación de coevolución y coadaptación, dos procesos que, como acabamos de ver, no están muy alejados uno del otro. La coevolución, como una carrera de armamentos humana, es una fórmula para el establecimiento progresivo de mejoras (me refiero a un incremento de la eficiencia; es evidente que, desde el punto de vista humano, la idea de «mejora» es más que dudosa cuando se trata de armamento). Si los depredadores realizan mejor su tarea, las presas deben mejorar sólo para seguir en el mismo sitio; y viceversa. Lo mismo vale para parásitos y huéspedes. La escalada genera más escalada. Ello conduce a una mejora progresiva real en el equipamiento para la supervivencia, aunque no conduzca necesariamente a la mejora de la propia supervivencia (porque, después de todo, la otra parte también mejora). Así, la coevolución (las carreras de armamentos, la evolución mutua de genes en distintos acervos genéticos) es una respuesta al escéptico que piensa que la selección natural es un proceso puramente negativo. La otra respuesta es la coadaptación, la evolución mutua de genes dentro del mismo acervo genético. En el acervo genético del guepardo, los dientes de carnívoro funcionan mejor asociados a un tubo digestivo de carnívoro y hábitos de carnívoro. Los dientes, tubo digestivo y hábitos de herbívoro forman un complejo alternativo en el acervo genético de un antílope. Al nivel de los genes, como hemos visto, la selección ensambla complejos armoniosos, no mediante la elección de complejos enteros, sino favoreciendo cada parte del complejo dentro de acervos genéticos ya dominados por otras partes del complejo. En el equilibrio cambiante de los acervos genéticos puede existir más de una solución estable al mismo problema. Una vez un acervo genético empieza a estar dominado por una solución estable, la selección ulterior de genes egoístas favorece los ingredientes de la misma solución. La otra solución podría haber sido favorecida igualmente si las condiciones iniciales hubieran sido distintas. En cualquier caso, la objeción de los escépticos de que la selección natural es un proceso negativo y puramente sustractivo queda desarmada. La selección natural es positiva y constructiva. No es más negativa que un escultor que sustrae mármol de un bloque. A partir de acervos genéticos, cincela complejos de genes coadaptados y mutuamente interactivos, fundamentalmente egoístas, pero pragmáticamente cooperativos. La unidad que el escultor darwiniano esculpe es el acervo genético de una especie. En el último par de capítulos he dedicado cierto espacio a advertir de la mala poesía en la ciencia. Pero el balance final de este libro es lo contrario. La ciencia es poética, tiene que serlo, tiene mucho que aprender de los poetas y debería poner a su servicio las imágenes y metáforas poéticas inspiradoras. «El gen egoísta» es una imagen metafórica, una imagen potencialmente buena pero capaz de producir tristes equívocos si la metáfora de la personificación se malinterpreta. Si se interpreta correctamente nos puede conducir a rutas de comprensión profunda y de investigación fértil. Este capítulo ha utilizado la metáfora del gen personificado para explicar un sentido en el que los genes «egoístas» son a la vez «cooperativos». La imagen clave que flotará en el próximo capítulo es la de los genes de una especie en tanto que descripción detallada del conjunto de ambientes en los que vivieron sus antepasados: un libro genético de los muertos.
La noche es oscura y alberga horrores.
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